J. Ranciere, J. Larrosa - Paradoja de la educación

Por: Ana Leticia Sagastume

Introducción. El objetivo del presente trabajo es establecer la vinculación entre la crítica de Jacques Rancière al orden explicador en la educación que llama atontadora y la interpretación que hace Jorge Larrosa del mito de la Caverna de Platón, que origina una pedagogía que transmite dogmáticamente el saber a partir de la utilización de la razón demostrativa.
A su vez, pretendemos recuperar la esperanza de Larrosa en la educación, como una actividad en la que lo único que se aprende es el movimiento del preguntar en relación con el saber, inquietando y movilizando constantemente al sujeto respecto de los saberes recibidos; así como la propuesta emancipadora de Rancière que alienta un tipo de educación en la que el alumno aprenda usando su propia inteligencia, tomando como punto de partida la igualdad y la confianza en la capacidad de todos los seres humanos.
Asimismo nos planteamos como un problema de la filosofía de la educación las alternativas posibles de aplicación del método emancipador que defiende Rancière, en el contexto de las instituciones pedagógicas actuales. En este sentido, no pretendemos arribar a prescripciones concretas, aunque sí determinar recorridos posibles para su práctica en las aulas.

El mito pedagógico o la paradoja de la educación. Jacques Rancière plantea que, en la Ilustración, la institución pedagógica se definía como un espacio social que sintetizaba orden y progreso, pudiendo reducir la distancia entre los que sabían y los que no sabían: “El maestro (...) era simultáneamente el paradigma filosófico y el agente práctico de la entrada del pueblo en la sociedad y el orden gubernamental modernos”. (Rancière J. 2003, prefacio, III).
Habiendo pasado más de 200 años de la Revolución Francesa que alimentó los ideales modernos, observamos que estos postulados se mantienen hoy: la Escuela y Universidad argentinas se representan en sus discursos legitimadores como las instituciones que pueden favorecer la construcción de una sociedad igualitaria, tomando como punto de partida una comunidad con acceso desigual al conocimiento.
El problema que advierte Rancière, retomando los planteos de Joseph Jacotot, es que este presupuesto en el que se engendran los ideales modernos de la educación resulta falaz en su origen: parte de entender que existe una desigualdad en las inteligencias de los hombres que debe ser abolida por la Escuela, pudiendo arribar en un futuro a esa igualdad anhelada. Por este motivo señala: “La igualdad nunca viene después, como un resultado a alcanzar. Ella debe estar siempre delante” (Ibid.).
Ese postulado de desigualdad en el que vive la institución pedagógica funda, al mismo tiempo, lo que Rancière denomina el orden explicador. En efecto, si existe desigualdad entre el maestro especialista en determinado conocimiento y sus alumnos ignorantes, también existe una distancia entre el saber representado por el material escrito -del que el educador se ha apropiado- y el aprendiz. En este sentido, el maestro es el agente capaz de suprimir esa distancia a través de la explicación:
En el orden explicador, de hecho, hace falta generalmente una explicación oral para explicar la explicación escrita. Eso supone que los razonamientos están más claros, se graban mejor en el espíritu del alumno, cuando están dirigidos por la palabra del maestro (Rancière J. 2003: 14).
Ciertamente, podemos establecer una relación entre el postulado que plantea ese distanciamiento entre el conocimiento y los alumnos, así como la necesidad de un guía que oriente a los estudiantes qué y cómo aprender, en el mito de la caverna de Platón, considerado por Jorge Larrosa como una leyenda fundacional de la educación (Larrosa J. 2003).
Ese esclavo que ha vivido en la oscuridad, en ese teatro de sombras que simbolizan los falsos saberes, siente la necesidad de huir: “Lo que importa es el deseo de no estar ahí, en ese hogar que ya se ha hecho inhabitable, en esa vida que ya se presiente que no es vida y en esa verdad que se sospecha que ya no es verdad” (Ibid.). Cuando asciende y contempla el sol, la luz, la verdad, es asaltado por un sentimiento de compasión, a partir del cual decide volver para enseñar lo que sabe a los que han quedado encadenados en las falsas creencias.
Guiado por un sentimiento altruista, el maestro se propone como meta conducir a los ignorantes hacia la iluminación, partiendo de considerar (al igual que en la reflexión de Rancière) que existe una distancia entre él y sus alumnos, entre los alumnos y el conocimiento legítimo del cual él se ha apropiado.
El método propuesto posee, sin embargo, algunas diferencias respecto del orden explicador que describe Rancière en el que la explicación del maestro facilita al alumno la comprensión correcta del objeto estudiado. En este caso, el diálogo en algún sentido pretendería instalar el movimiento constante del acto de pensar en el alumno, inquietando, trastornando los antiguos conocimientos, pretendiendo arribar a una verdad enclenque que en el momento siguiente es desnudada por su falsedad.
No obstante, encontramos también en este punto algunas similitudes: el diálogo platónico, desde la mirada de Larrosa, no se convierte en un intercambio sin rumbo; existe un punto de llegada determinado previamente por el educador como deseable y correcto. El maestro, en este caso, no es el que explica, aunque sí el que posee la respuesta correcta. Por su parte el alumno, desprovisto y carente de verdad, debe aprender a formular la pregunta indicada que le permita al maestro recuperar la respuesta en su acervo disponible.
Para persuadir a los alumnos de esa verdad indudable, el maestro se basa en la razón demostrativa. También imaginamos un maestro explicador que utilice este tipo de razonamiento para hacer comprender al alumno la verdad de sus postulados, anulándose mediante la demostración de la inteligencia superior representada por el docente el razonar propio de esa supuesta inteligencia inferior del estudiante.
De esta manera, en los planteos que tanto Larrosa como Rancière critican, existe una situación desigual entre maestro y alumno porque el primero es poseedor del conocimiento y el segundo está carente de él. Esto se resolvería, en ambos modelos, mediante la acción pedagógica del maestro (en uno el diálogo, en otro la explicación) que conduce al alumno a la adquisición de aquel conocimiento considerado como deseable. “Más tarde –ironiza Rancière-él también podrá ser a su vez explicador. Posee los mecanismos. Pero los mejorará: será hombre de progreso” (Rancière J. 2003: 17).
Lo que ambos autores cuestionan, en definitiva, es la promesa liberadora de la educación al decir uno que ese tipo de instrucción conduce al atontamiento y al decir el otro que es un tipo de emancipación que, paradójicamente, es “tutelada y dirigida, normada por un resultado que ya se conoce” (Larrosa J. 2003).

Del maestro sabio al maestro ignorante, del logos demostrativo al logos inquisitivo. Como dijimos, el orden explicador se funda en el principio de que existe una distancia entre el saber del maestro y el del alumno, que es suprimida por ese tipo de acción pedagógica. Es decir, para que el alumno evolucione en su aprendizaje, es necesario que se le explique. Para refutar este presupuesto que implica la necesidad de un maestro explicador, Rancière observa que el niño inicia su proceso de aprendizaje antes de que entre en escena el maestro explicador: aprende a hablar escuchando, imitando, equivocándose y experimentando.
Lo central es que el niño aprende la lengua materna usando su propia inteligencia, la que luego –en la instrucción propiamente dicha- será menospreciada, por considerarse que no es posible aprender autónomamente sin la acción del maestro explicador: “comprender es eso que el niño no puede hacer sin las explicaciones de un maestro” (Larrosa J. 2003: 15).
Por eso, para Rancière se hace necesario invertir la lógica del sistema explicador: es el maestro, representando a la institución pedagógica, el que necesita de un incapaz y, por tanto, constituye al alumno en tal: “Explicar alguna cosa a alguien, es primero demostrarle que no puede comprenderla por sí mismo” (Larrosa J. 2003: 15).
Este tipo de instrucción, que puede asociarse fácilmente con la promovida por las instituciones pedagógicas actuales, es la que Joseph Jacotot denomina atontamiento porque “frena el movimiento de la razón” (Larrosa J. 2003: 17), estableciendo una dualidad entre el que sabe y hace comprender, y el que no sabe y comprende finalmente mediante la acción pedagógica. “El maestro atontador -dice Rancière-es tanto más eficaz cuanto es más sabio, más educado y más de buena fe. Cuanto más sabio es, más evidente le parece la distancia entre su saber y la ignorancia de los ignorantes” (Larrosa J. 2003: 16).
El método que propone Rancière intenta recuperar esa búsqueda primigenia del niño en su necesidad de convertirse en un ser social: el azar, ese tantear a ciegas, en el que los alumnos van descubriendo por sí mismos su propio método; y la voluntad, surgida por la urgencia y la inquietud de ir más allá.
Bajo este tipo de método los alumnos son capaces de aprender sin maestro explicador, lo cual no quiere decir sin maestro. Si en el atontamiento una inteligencia se subordinaba a otra, por considerarse que la del maestro era superior a la del alumno; en el método emancipador, que postula la igualdad de los hombres y confía en la capacidad de todo ser humano, la inteligencia obedece sólo a sí misma. A su vez, una voluntad puede obedecer a otra voluntad, lo cual justifica la presencia del maestro emancipador. En palabras de Walter Kohan, el tipo de maestro que propone Rancière “no verifica el contenido de lo que el alumno ha encontrado sino el modo en que ha hecho la búsqueda; verifica, también, que el alumno busque continuamente, que nunca deje de buscar” (Kohan W. 2005: 210).
Si el alumno aprende por sí mismo -y no gracias a la acción explicadora del docente-entonces puede hacerlo por la acción de un maestro ignorante que, simplemente, obligue al alumno a usar su propia inteligencia. “Para emancipar a un ignorante, es necesario y suficiente con estar uno mismo emancipado, es decir, con ser consciente del verdadero poder del espíritu humano” (Rancière J. 2003: 25).
Precisamente, Larrosa valora el acto de pensar en el filósofo, como una relación de cuestionamiento respecto del saber recibido, y como una relación de aspiración y deseo respecto del saber aún desconocido. Con palabras cargadas de poesía, expresa: “La vida siempre está en otro sitio que donde ya se vive y la verdad siempre es otra cosa que lo que ya se sabe” (Larrosa, J. 2003).
Se plantea que la pedagogía, en el intento de transmitir un saber del que el maestro se ha apropiado e impone a los alumnos como deseable (utilizando para ello la razón demostrativa) traiciona el logos inquisitivo y escéptico de la filosofía: “como si la filosofía buscase pensar a través del desmentido de las verdades existentes y la pedagogía estuviera marcada por la transmisión dogmática de alguna verdad ya alcanzada que inmediatamente se dobla en mentira en tanto nos conformamos con ella y nos acomodamos a su regazo”.
Nuevamente, podemos establecer una relación entre el acto de pensar, que defiende Larrosa a partir de la leyenda fundacional de la caverna, y el postulado de Rancière de que el alumno aprenda usando su propia inteligencia, es decir, pensando por sí mismo. En efecto, ambos autores también rechazan el tipo de pedagogía que intenta que el maestro sea un mediador entre el saber y los alumnos, donde uno de los actores es el poseedor del conocimiento y los otros están carentes de él.
Mientras Rancière defiende la acción de un maestro emancipador, que puede ser un ignorante que confíe en que es capaz de aprender por sí mismo, Larrosa critica al maestro sabelotodo que tiene siempre las respuestas y empuja a los alumnos hacia el camino correcto que también ha sido recorrido por él: “Como si sólo estuviese legitimado para educar aquel que ha cumplido ya su búsqueda y ha abandonado por tanto el movimiento de aprender”. En este sentido, observamos que ambos autores entienden que aprender es un acto vital, nunca terminado, y que por tanto atañe tanto al maestro como a sus alumnos.
El diálogo, como forma de investigación y enseñanza, es valorado por Larrosa encontrando en él “ese razonar interrogativo y valiente en el que hemos reconocido la figura radicalmente antidogmática del filósofo” y “la nobleza de ese sentimiento de filía que impulsaba el trabajo emancipador de la filosofía”. Un diálogo capaz de “iluminar, inquietar y subvertir los modos de saber que limitan conforman, organizan, modulan y modelan nuestra experiencia con lo real”.
Asimismo advierte que la educación transmite, junto al saber, una determinada relación con el saber, que puede ser de aceptación o de cuestionamiento. La primera relación es asimilable al modelo postulado por Rancière de atontamiento en la educación; en tanto la segunda -interrogativa y movilizadora- podría funcionar en armonía con la propuesta emancipadora del mismo autor, si tenemos en cuenta lo que postula Rancière cuando dice: “...quieren reconocer una palabra de hombre que les ha sido dirigida y a la cual quieren responder, no como alumnos o como sabios, sino como hombres; como se responde a alguien que os habla y no a alguien que os examina: bajo el signo de la igualdad” (Rancière J. 2003: 20).

La dificultad de aplicación del principio emancipador. El problema de estas teorías es cómo aplicarlas a la realidad concreta del aula. En efecto, después de tantos años en que está vigente y predomina el modelo explicador en las Universidades y Escuelas, los alumnos se han acostumbrado a llamar “buen profesor” a aquel que sintetiza y simplifica las complejas teorías de los libros. Es decir, asimilan la tarea del docente a la del explicador, mientras aquel que los empuja a que resuelvan por sí mismos un problema muchas veces es cuestionado, porque no les hace “más fácil” la adquisición de los conocimientos necesarios para aprobar el examen: el maestro que no sabe explicar no es un buen maestro, dicho de otra manera, no es un maestro útil.
A la vez, esta necesidad de simplificar y abreviar en el alumno que debe compendiar una gran cantidad de autores para responder a los requerimientos institucionales para la acreditación de la materia, se verifica en la tendencia cada vez más creciente por parte de éstos a estudiar de apuntes de clase propios y, más dramático aún, de apuntes ajenos, pero no de las fuentes propias de los libros. Inclusive, en el afán de que reproduzcan con exactitud las teorías a partir de las interpretaciones que sus maestros han hecho de ellas (en el marco del plan de evaluación), se les niega la posibilidad de pensar por sí mismos lo que estas teorías dicen y, por consiguiente, de cuestionarlas y de construir nuevos modelos para interpretar la realidad.
Cuando aparece un maestro que, como diría Rancière, encierra a las inteligencias en el círculo arbitrario de donde sólo saldrán cuando se haga necesario, las primeras reacciones en los estudiantes son la desolación y el miedo ¿Cómo van a aprobar ahora esta materia que se presenta de un modo tan diferente al resto? Justamente, se les está obligando a que desarrollen capacidades que sólo en contadas oportunidades habían sido requeridas en ese tipo de instituciones. Cuando esta primera reacción emocional es superada y los estudiantes verifican que pueden trascender la dificultad, muchos incorporan o recuperan ese viejo método que, como diría Rancière, es el verdadero método que todo el mundo practica si le es preciso pero nadie quiere reconocer, gracias al cual cada uno aprende y toma conciencia de su capacidad. Muchos otros siguen, no obstante, prefiriendo el modelo explicador, que involucra un menor compromiso individual. Eso es inevitable porque como nos plantea Walter Kohan “como la libertad, la emancipación es algo que no se da sino que se toma” (Kohan W. 2005: 227).
Vemos como el modelo explicador es reproducido por todos los agentes involucrados: la institución, los docentes y los alumnos. La institución lo hace, interpretando a Rancière, porque es ella para fundamentar su existencia, la que necesita establecer una distancia entre su saber y el alumno, es ella la que convierte al individuo en incapaz. Ciertamente, la emancipación intelectual engrandecería al alumno frente a las distintas jerarquías definidas por la institución: funcionarios políticos, profesores titulares, profesores adjuntos, jefes de trabajos prácticos, ayudantes.
En este sentido, Manuel Silva Águila, en “Conceptos y orientaciones del currículum”, plantea que hacia el interior de la institución existe un sistema de roles, expectativas, funciones, cuya internalización y ejercicio por parte de los estudiantes conlleva efectos de larga duración. La obediencia constituye un elemento que también se enseña tácitamente: aunque no está en el programa, está en lo que él llama currículum implícito. El lugar en que está el alumno dentro de la jerarquía institucional también se transmite; aunque no explícitamente, mediante hechos que tienen fuerza comunicacional de alto impacto para el estudiante. Por ese motivo, aplicar el principio emancipador de Rancière sería dinamitar toda la estructura institucional e incluso cuestionar el lugar de cada uno de nosotros y de nuestros semejantes en la sociedad.
En segundo lugar, los docentes, al encontrarse con que deben cumplir con un programa que se enmarca en un plan de estudios (en el cual ya se habían definido cuáles eran los conocimientos mínimos), se siente obligado a desarrollar una gran cantidad de teorías en un tiempo limitado y adoptan el modelo explicador por considerarlo más eficaz para este fin que fue propuesto institucionalmente. Al mismo tiempo, es más cómodo y seguro para el docente mantener la distancia respecto del alumno, arrogarse una diferencia sustancial entre los saberes de él y los del estudiante, que asumirse como un igual: reconocer que él también está aprendiendo y en la búsqueda.
Por último, el modelo explicador para el alumno es un “viejo conocido”: lo vivenció desde que comenzó la instrucción propiamente dicha. Por eso, cuando se le propone otra posibilidad de aprender, primero se resiste y luego sopesa el valor que tiene para él según la búsqueda que lo ha motivado a estudiar una carrera universitaria. Ese debate que en los ámbitos universitarios opone Universidad profesionalista a Universidad centrada en lo académico y la investigación, también está vigente en la sociedad y repercute en las decisiones de los ingresantes al estudiar una carrera de grado ¿Para qué estudiar? ¿Para ser un profesional bien pago o un sabio con prestigio? ¿O por una aventura intelectual en un viaje emprendido, que no termina sino con la muerte? En el primer caso, necesitará de conocimientos útiles y, todavía mejor, de recetas que le dicten qué decisiones tomar ante las dificultades que se le presenten en su profesión: el modelo explicador será ideal. En el segundo caso, el modelo explicador no lo colma y, por tanto, será cautivado por los docentes y los autores que lo obliguen a trascender la dificultad, que iluminen la pregunta de su existencia con nuevas verdades que, sin embargo, no serán concluyentes y definitivas para él. Como pretende Larrosa, “hay que distinguir entre las verdades nobles, las que inquietan lo que somos y son un impulso para la libertad, y las verdades bajas, las del conformismo, las que consuelan y reclaman sometimiento” (Larrosa J. 2003: ). Esa polémica entre verdades nobles y verdades útiles para sobrevivir también está presente hacia el interior de la Universidad, y condiciona la preferencia del método explicador o de la emancipación en tanto principios educativos.
Lo cierto es que mediante la adopción del método explicador (que vive de la diferencia y asigna roles) la Universidad, a través de todos sus actores, legitima una determinada distribución del poder hacia dentro y hacia fuera de ella. Hacia adentro: los buenos alumnos podrán el día de mañana ser ayudantes de cátedra; pasados algunos años tal vez lleguen a jefes de trabajos prácticos; finalmente podrán ser profesores titulares. A medida que van ascendiendo de niveles están más autorizados para hablar sobre los temas de los que son especialistas. Hacia fuera: los licenciados, ingenieros, profesores han trabajado más con su intelecto que los obreros, comerciantes, indigentes. Esto los habilita discursivamente para decidir y opinar sobre determinados temas que, no obstante, involucran a toda la sociedad.
Aunque el modelo explicador tiñe a todos los agentes, consideramos, al igual que Kohan que, si bien la emancipación no puede instituirse, puede aplicarse. “Es, sobre todo, el método de los pobres, los excluidos del sistema educacional (...). Pero no es un método exclusivo de pobres o excluidos; es de todas las personas que buscan, por sí mismas, su propio camino” (Kohan W. 2005: 228). Es el docente el principal impulsor de esta fuerza instituyente que deberá perseverar frente a la resistencia de los alumnos (instruidos con el método explicador) y de la institución (que aunque reconocemos postula la libertad de cátedra, fomenta a los buenos explicadores porque tiende a perpetuar un sistema de poder).
La pregunta es cómo implementarlo, ya que ni Jacotot ni Rancière brindan técnicas puntuales. Más bien, como dice Kohan, la emancipación “problematiza los valores cuando afirmamos que enseñamos” y es “un principio que permite pensar otra educación, un principio político de nuestra práctica”. (Kohan W. 2005: 228)
¿Cuál sería, entonces, la alternativa metodológica para aplicar el principio emancipador en la Universidad? Nos imaginamos un aula en la que el docente, partiendo de la máxima de la igualdad y de la confianza en la inteligencia de sus alumnos, presenta un problema que tienen que resolver los estudiantes. Da libertad para que los alumnos definan su propio método para aprender. Impulsa al alumno a que haga su propia búsqueda; no lo juzga en su recorrido ni en los resultados, sino que inquieta, propicia la reflexión sobre el camino y la búsqueda constante.
Como decíamos antes, el diálogo que esté basado en el principio de la igualdad puede funcionar en consonancia con esta propuesta emancipadora. Precisamente, en el prefacio de El diálogo en la enseñanza, Jonas Soltis interpreta que para Nicholas Burbules el diálogo es una relación comunicativa entre iguales que exige un compromiso tanto emocional como cognitivo (Burbules N. 1999: 10), porque se funda en el respeto y apunta a la búsqueda del conocimiento. No apuntamos al diálogo que supone un punto de llegada determinado por el docente, el cual conduce inevitablemente a verdades comunes e indudables (visión teleológica del diálogo). Más bien, un diálogo como un proceso de indagación compartida, opuesto a la transmisión de verdades por parte de un sabio hacia un ignorante (Burbules N. 1999: 27-8).
Un diálogo que sea capaz de cuestionar la jerarquía y autoridad, que tolere y apoye la diversidad y, sobre todo, que carezca de un punto de llegada, un resultado previsto (visión no teleológica del diálogo). Un intercambio guiado por un espíritu de descubrimiento, abierto a la participación, con un compromiso de todos sus actores. Que se centre en el proceso, siendo incierto para todos los participantes el desenlace del intercambio. (Burbules N. 1999: 28-33)

Conclusiones. Ciertamente que en las instituciones de educación actuales es muy poco probable implementar lo que Joseph Jacotot llevó a la práctica: que el docente, siendo conciente de su capacidad y de la de sus alumnos, enseñe conocimientos que no sabe, de los cuales no es un experto (el maestro ignorante). La imposibilidad de aplicar esta propuesta en nuestra realidad está dada, en principio, por los requerimientos necesarios para acceder a espacios institucionales en los que se enseña a otros: éstos se vinculan con determinada formación y antecedentes académicos.
Paralelamente la sociedad también legitima estas decisiones de las instituciones: se espera que el docente sepa lo suficiente o, mejor aún, que sea un especialista sobre el saber que va a desarrollar, identificándose muchas veces el maestro como un modelo a alcanzar por el alumno y verificándose de esta manera la distancia que las instituciones han propuesto a lo largo de los años sobre ambos saberes.
Tal vez el maestro pueda ser un ignorante en el marco de determinados proyectos políticos puntuales que vayan por fuera de las instituciones. Por ejemplo, proyectos emancipadores en grupos excluidos del sistema que entiendan necesario aprender sobre algo. De esta manera, maestro y alumno podrían aprender juntos a partir de una necesidad y una aspiración.
Por otra parte, la emancipación tampoco es probable de aplicar en la actualidad como una máxima de las instituciones educativas que enseñan en nuestro país, porque implicaría subvertir todo el statu quo que establece especialistas e ignorantes, a partir de la desigualdad que presupone entre los diferentes actores. Significaría una verdadera revolución que involucraría a la sociedad toda y no solamente a los que forman parte de las instituciones como docentes o estudiantes, porque serían redefinidas las estructuras de poder y serían reclamados derechos a hablar, opinar y decidir, por parte de actores que hoy están acallados al haberse creído ellos mismos la sentencia social de que son incapaces.
Lo que sí podemos hacer, es intentar mantener el principio y aplicarlo de manera solitaria, casi silenciosa, en la realidad de nuestras aulas. Nos referimos al principio de la igualdad y de la confianza en la inteligencia de todo ser humano que postula Rancière.
Decimos intentar, porque no será una tarea fácil. Deberemos luchar con los preceptos que tenemos nosotros mismos por nuestra educación y nuestra historia, que pueden aflorar en el momento menos pensado y trastornar todos esos intentos nuevos. Los preceptos de que estamos allí, en el aula, porque sabemos mucho de algo, y que nuestra función es conducir a los alumnos a una verdad determinada. También decimos intentar porque no será sencillo lograr que los alumnos confíen en su capacidad y en su propia inteligencia, después de años en los que también se los instruyó y educó para el sometimiento, para asumir las diferencias y respetar las jerarquías.
Tomando como principio a la igualdad, consideramos que el diálogo puede resultar una herramienta o técnica aplicable en determinados momentos del aprendizaje del alumno. Fundado en el respeto mutuo y en el compromiso de todos sus participantes para desentrañar una problemática, defendemos un intercambio genuino que apunte a compartir experiencias y saberes -tanto del docente como el alumno- pero que no prefije recorridos en el estudiante ni establezca verdades indudables y falsedades evidentes. Como dice Rancière: “No hay ignorante que no sepa una multitud de cosas y es sobre ese saber, sobre esa capacidad en acto, sobre el que toda enseñanza debe fundarse” (Rancière J. 2003: prefacio, III).

Bibliografía
Burbules, Nicholas (1999), El diálogo en la enseñanza, Buenos Aires, Amorrortu.
Larrosa, Jorge (2003), “Saber y educación”. En Houssaye, Jean (comp.), Educación y filosofía. Enfoques contemporáneos, Buenos Aires, Eudeba.
Kohan, Walter (2005), Infancia entre educación y filosofía, Barcelona.
Rancière, Jacques (2003), El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual, Laertes.
Silva Águila, Manuel (1995), “Conceptos y orientaciones del currículum”, en Ensayos y Experiencias.